Viaje

De: El Occipital Alborozado

02 18 pm

Categoría: Por toda rotura emergen palabras

Deja un comentario

Me parece que ya le había visto el extraño diseño del pantalón. Ese parche de cuerina o plástico sobre las rodillas, esos vivos extraños, de color azul, creo. Viajábamos con las espaldas apoyadas en las paredes del micro, los asientos mirando hacia el centro, como en los aviones de la segunda guerra; los bolsos y abrigos en el regazo, cual paracaídas.
A pesar de la escasa luz, podía ver bastante bien el rostro de la chica, su gesto de “me está mirando”. Nunca sé bien cómo interpretar ese gesto consuetudinario de las mujeres en cuanto a mi deseo. Que es lo único que mueve al mundo. Sin mi deseo el mundo sería una escultura vacía resquebrajándose ¿Estará disimulando su pretensión de que la siga mirando? ¿La estaré molestando? Generalmente abono una teoría que establece un empate: le gusta ser mirada, pero no tengo la mínima chance de que eso devenga en algún tipo de contacto. Aunque no le gusta ser mirada por cualquiera, no, qué va, sin dudas mi interés furtivo y respetuoso lo acepta como una celebración de su belleza, me convenzo.
Reacomodo los bultos sobre mi regazo y cuando me parece que algo duro se me está cayendo del conjunto, traigo sin querer la rodilla forrada en cuerina de la chica hacia mis cosas. Con horror me doy cuenta de que le desplacé la pierna varios centímetros hacia mí y le pido disculpas en voz alta, para que escuche todo el colectivo y a la chica —tendrá apenas veinte años— no le parezca que estoy intentando algo estúpido. Ella disimula con toda la fuerza de gorrión sorprendido con la que carga, ese cuerpo pequeño, ese cabello castaño; y emerge intacta, sin asumir ni siquiera que le hablé. Apenas un rictus que elijo interpretar como una sonrisa de “no pasa nada, fue sin querer”. Estudiando estaba ese único gesto con el que llegamos a comunicarnos cuando sentí una caricia muy suave en el dorso de la mano. El placer se transformó en repulsión al ver que en el techo muy bajo del colectivo —casi podíamos tocarlo con nuestras molleras— se posaba un murciélago enorme que batía sus alas aterciopeladas y se acorazaba bajo ellas. Pensé en espantarlo, pero dije en voz alta: “cuidado, no lo espantes”. La chica ni siquiera me prestó atención. Sin decidirme a nada, me quedé observando como el murciélago, casi inmóvil, parecía dormir profundamente.